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El pensamiento probabilístico según Annie Duke: más allá del resultado

Hay un error sutil, casi elegante, en la manera en que solemos evaluar nuestras decisiones: miramos el resultado final y, a partir de allí, tejemos una narrativa retrospectiva que lo justifica todo. Es un proceso tan automático que apenas notamos su irracionalidad. ¿Ganaste dinero? Entonces tomaste una buena decisión. ¿Perdiste? Fue una mala jugada. En Thinking in Bets: Making Smarter Decisions When You Don’t Have All the Facts, Annie Duke —exjugadora profesional de póker y experta en psicología cognitiva— destripa este sesgo con precisión quirúrgica, y lo explica Luis Torras en el último número de la revista.

El punto de partida es que decidir supone sopesar siempre un risk/reward, apostar, aunque el verbo bet en inglés es todavía más amplio. El hecho de que una apuesta o posición tenga o no un buen resultado, por sí solo, puede arrojar muy poca información de valor sobre la calidad de esta decisión y el proceso que la sustenta. Duke nos invita a centrar nuestra atención en esto último.

Duke introduce uno de los conceptos más perturbadores para el ego humano: el resulting. Así llama a la tendencia de juzgar la calidad de nuestras decisiones únicamente por su desenlace observable. Este sesgo es tan ubicuo que domina la conversación financiera. ¿Por qué un fondo que tuvo un 30% de rentabilidad es inmediatamente percibido como bien gestionado, aunque quizás sus apuestas fueran temerarias y dependieran enteramente de la buena fortuna?

El resulting, según Duke

En la psicología inversora, el resulting es un elemento distorsionador del juicio. Alimenta la ilusión de control, fomenta el exceso de confianza y perpetúa estrategias subóptimas. Como inversores, nos sentimos tentados a dar explicaciones posteriores («falacia narrativa») que encajan los hechos en un relato plausible: “sabía que el mercado iba a premiar este activo”, “era evidente que la política monetaria sería expansiva”, “la tendencia secular justificaba pagar múltiplos exigentes”. Somos muy buenos inventando historias y esto hace que, de manera estructural, infravaloremos el verdadero motor del retorno en el corto plazo: la suerte y el azar.

Duke expone que el póker —su laboratorio personal— es un territorio donde el resulting resulta letal. Puedes jugar una mano impecable y perder por una carta improbable, o tomar una decisión francamente mala y ganar el pozo por pura suerte. En ese juego, confundir resultado con calidad de decisión es la receta segura para la bancarrota. Algo similar ocurre con las inversiones o el mundo de la empresa en general.

Pensar en probabilidades

La propuesta de Annie Duke para escapar de este laberinto mental es tan simple como contraria a la naturaleza humana: pensar en probabilidades. Esto implica reemplazar nuestras afirmaciones de certeza (“esta acción va a subir un 50%”) por estimaciones probabilísticas (“creo que hay un 60% de probabilidades de que suba significativamente en los próximos dos años”).

Puede parecer un detalle semántico, pero es un cambio tectónico en el modo de enfrentar el riesgo. Al obligarnos a expresar un rango de posibilidades, se reduce la arrogancia inherente a nuestras predicciones. También se abre espacio para el diálogo, para que otros desafíen nuestras hipótesis y, por tanto, para que mejoremos nuestro proceso de pensamiento. Se trata de una técnica especialmente eficaz en el ámbito del póker, juego cerrado (las cartas son finitas y conocidas), y donde “pensar en probabilidades” tiene una acepción literal. En el mundo de la inversión, donde el número de alternativas posibles es infinito y en permanente cambio, esta eficacia queda limitada y responde a una estimación esencialmente cualitativa. La historia nos dice poco sobre lo que puede ocurrir mañana.

Con todo, a nivel psicológico, esta práctica puede tener consecuencias transformadoras. El inversor que piensa en probabilidades tiende a dimensionar el tamaño de sus posiciones de manera más controlada, evitando una concentración excesiva del portafolio en una sola tesis simplemente por parecer más “segura” (aparentemente menos volátil). Se vuelve menos vulnerable a la sobreconfianza, porque se obliga a reflexionar de antemano sobre la fragilidad de sus premisas. Duke concluye que pensar en probabilidades no garantiza acertar, pero sí disminuye la probabilidad de equivocarse de forma catastrófica.

Sesgo del costo hundido

Otro de los demonios que acechan al inversor es el sesgo del costo hundido. Es esa fuerza psicológica que nos empuja a seguir comprometidos con una inversión solo porque ya le hemos dedicado tiempo, dinero o reputación. El ejemplo clásico: mantener una posición perdedora simplemente porque vender implicaría reconocer explícitamente el error.

Annie Duke combate este sesgo invitándonos a formular una pregunta brutalmente honesta: “Si hoy no tuviera nada invertido en este activo, ¿lo compraría?”. Si la respuesta es no, deberíamos vender sin dudarlo. Es un enfoque que recuerda a las máximas de Warren Buffett, homenajeado en este número, y quien suele decir que el mercado está allí para servirnos, no para instruirnos. Se trata de un sesgo poderoso porque toca fibras emocionales altamente sensibles: el miedo a admitir un fallo, el deseo de no “haber desperdiciado” recursos, la esperanza irracional de que el destino corrija el rumbo por nosotros. Toca el ego.

Aprendiendo de universos paralelos

El libro sugiere un ejercicio mental con resonancias literarias: imaginar universos paralelos. ¿Qué habría pasado si hubiéramos tomado otro camino? Este pensamiento contrafactual no busca alimentar el arrepentimiento, sino enriquecer nuestra visión del riesgo. En la práctica inversora, significa preguntarse cómo habrían evolucionado nuestros portafolios si hubiésemos seguido otras estrategias, o qué habría ocurrido si un shock inesperado hubiera afectado nuestros activos favoritos. Este tipo de simulación mental prepara nuestra psicología para futuros imprevistos y nos hace menos susceptibles al relato seductor del “lo vi venir”. Enriquece nuestras herramientas para la gestión del riesgo.

Pensar colectivamente para combatir sesgos, otra lección de Duke

En la vida del inversor, la soledad puede ser peligrosa. Cuando solo dialogamos con nuestra propia mente, los sesgos cognitivos tienen el terreno libre para proliferar. Duke propone construir pequeños grupos de confianza, a los que llama «pods», donde se discutan tesis y se puedan desafiar creencias. Un comité de inversión bien entendido busca esta dinámica, lo que exige un entorno cultural muy determinado. Charlie Munger acuñó la expresión de “contrarian checkers”, personas que nos obligan a mirar allí donde no queremos.

Todo lo anterior busca favorecer que nos reconciliemos con el error. Incluso las mejores decisiones, aquellas que cuentan con un método y proceso sólido, pueden resultar fallidas. El inversor que internaliza esta verdad se vuelve menos neurótico, más paciente y —paradójicamente— más riguroso, porque se concentra en perfeccionar su proceso en lugar de obsesionarse con cada fluctuación del mercado. Aceptar el error no significa celebrarlo ni ignorarlo, sino integrarlo como un componente estadístico inevitable del juego.

Se trata de una virtud estoica, de saber separar lo que está en nuestro control de lo que no lo está; el extremo lo tenemos en la serenidad con que algunos neurocirujanos aceptan la posibilidad del fallo fatal en una operación compleja: su deber es optimizar las probabilidades, pero no pueden garantizar el resultado. Duke desmonta, una vez más, la fantasía de control y nos invita a convertir en hábito vitalicio la humildad cognitiva que en la inversión es un recordatorio a invertir con margen de seguridad. Al final, siempre queda margen para el azar, esa fuerza escurridiza que se deleita en subvertir nuestras mejores predicciones.

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